–No mames, está delicioso. O tro ni vel pa pá.
–¿Te sirvo otro?
–Mejor un abogado, mirrey. Los burócratas luego me indigestan.
–Uta, qué delicado…
–Mi Mike, ¿te encargo un mercadólogo bien dorado?
–Cómo no, papaloy. ¿Marinado o natural?
–Marinado, para acompañar la cubirri y así.
–Tú sí sabes, papá. Salud.
–El carbón está chingón, eh. ¿Ya estarán las camionetas rellenas de queso?
–Ya casi, pero a las brochetas de Volvo les falta nada.
–Osita, ¿te pido otro banquero?
–Gracias, lindo. Pero me comí un economista y estoy… llenísima.
–¿Cómo vas con la Mafer?
–Me caga, güey. Neta, le puse así… un chingo de ganas, y la llevé a cenar chingón y nada le parece, caón. O sea, ni porque se le dijo que yo la invitaba, güey, fue para aflojar. Compré la champaña a lo pendejo, carajo.
–No, pues hueva, güey…
–Pero ni pedo. Literal, después de la boda se tiene que corregir, güey. Digo, medio estoy viendo qué pedo con Pao, por si no funciona el pedo con Mafer.
–Mejor, rey. ¿Otro whiskol?
Y cuando creían que la tarde era en efecto una delicia, cuando el asador rumiaba los chisporroteos de la grasa quemada y exhalaba los humores de empresarios y políticos —criados algunos en las mejores rancherías, otros muchos cazados en campo agreste—, el mamarracho del vecino, con su mirada flamígera, les gritaba encendidos reclamos a los emprendedores muchachos.
–Te estoy viendo, Miguel. Cuidado y tus pendejos amigos borrachos se vuelvan a acercar a Sofía.
Ah, el fin…