La primera decisión que tomó me sorprendió gratamente. La oreja. Recordé a Manuel Ignacio en el colegio cuando me lamió esa misma oreja en clase de química… cómo me mojé aquel día.
Desapareció por horas.
Volvió por mi mano y un pedazo grande del antebrazo. Del dragón que me tatuó Ricardo Méndez desnudo en ese mismo antebrazo después de dos meses de andar y follar Suramérica, sólo quedó un trozo de lengua.
Durmió a mi lado, luego se fue y volvió al atardecer con un amigo.
El amigo dudó un segundo y atacó mi cara: empezó por el ojo y poco a poco acabó con el cachete en el que Robert Altmann depositaba su verga canadiense cuando quería cogerme en ese maldito frío de amor.
El otro, el pardo, olisqueó mis tetas, las lamió un poco pero un olor le llamó más la atención y allí en el bajo vientre recién depilado donde mi Francisco intentaría hacerme un hijo o dos en el hotel después de la escalada, se deleitó fogoso, masticando con lascivia y disfrutando conmigo del sol maravilloso que se colaba a través de la pared rocosa y las hojas de los árboles.