La noche contigo siempre fue azul. Tu brillo nos mantenía lejos de cualquier oscuridad que nos arrojara al vacío de no saber si habría mañana. Recuerdo estar recostado con la cabeza en tus piernas, viendo tus ojos cambiar de color bajo la luz de la luna, sin poder descifrar si eran azules o no o si era que la luna te besaba en los párpados dejando tus pupilas luminiscentes y opalinas. Tus ojos se llenaban de alguna historia que nos contabas mientras con las manos dabas vida a los personajes que se paseaban en tu voz y, por turnos, cada uno te hacía sonar diferente. Yo veía cómo la historia iba abarcando el espacio y los mundos que de ella emanaban; tu voz era la fuente donde mi imaginación se alimentaba, sedienta como estaba de conocer los secretos de un universo que vivía contigo. Transformabas una sombra en un aliado de tus cuentos, las manchas en la alfombra eran las islas por las que viajábamos y los monstruos que nos tocaba domar se escondían en los bosques deformes del tirol en la pared. Siempre había un botón que salía de tu delantal para hacer de llave mágica y abrir la puerta que nos llevaba al cuarto morado del tigre o a un desierto lleno de agua y con la arena en el cielo. Seguido nos pasaba que algún desafortunado ser se aparecía en la figura del malo, y ahí nos tocaba a nosotros intervenir en el relato porque nos convenciste de que la única manera, el único amuleto, era inventar una palabra que se llevara el miedo.
Escritora. Mar de nervios en esta carne contrahecha. Sentir, sentir, sentir. Y de ahí pensar. Y así decir. Y en todo eso vivir. Vivo colgada de la parte baja de la J en la palabra ojalá.
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