Ya se había acabado enero, los días estaban tachados y los botes de las medicinas vacíos. El doctor dijo que no le daba más de un mes de vida.
Pero el 31 llegó y tras él, febrero. No es que hubiera habido algún error en el diagnóstico; más bien, aquel señor, el de las verrugas, estaba manifestando una especie de recomposición; seguía con las dificultades para respirar y con los dolores en el pecho, todo a causa de la hipertensión.
El tipo comía como un cerdo, tenía hambre la mayor parte del día, pero a pesar del dolor los sudores fríos habían parado, lo mismo el vómito con sangre. Ahora lo suyo eran las constelaciones.
Decía que todo fue causa de su vecina, que era bruja. A la mujer le dio por calentarle, todas las mañanas, una taza de agua con azúcar y baba de araña. Extrañamente el señor volvió a caminar y a sentarse derecho. Los doctores siguen sin darle muchas esperanzas, dicen que es cuestión de tiempo para que las constelaciones terminen por hacer explosión en su estómago y termine de una vez por todas con la panza abierta y cubierto de polvo.
Su esposa es la que peor la lleva, pues cada que al señor se le ocurre abrir la boca para eructar, salen hebras y hebras de algodón de azúcar. La casa está llena de telarañas y han alcanzado para hacer bolas de algodón para todos los niños del barrio. La señora le ha pedido a la vecina que deje de llevarle el té al esposo, que prefiere verlo enfermo que seguir juntando las bolas de algodón y morir empalagada.
La vecina dice que eso sería como matarlo, dejar al hombre a su suerte, víctima de una muerte horrible y dolorosa. Con el té, al menos, la muerte le llegará lenta… pero dulce.