Caminar al margen. Los edificios se deshacen en herrumbre y en el paso errático con el que alcanzo la acera del parque; allí los hombres juegan al ajedrez y se pueden escuchar las voces de advertencia: «Prepárate, chico, que yo soy el mejor del mundo y la mayor parte del Caribe». El juego empieza con la resolana de la tarde y entre la sombra del follaje húmedo del ron.
Yo vuelvo a caminar. Por la calle pasan máquinas jorobadas de cansancio, taxis que se quedaron en un momento del que se quiere olvidar todo pero que se recuerda en esos almendrones verdes, en esas casas color pastel y óxido, en ese malecón mudo de ahogados en los morros.
Y viene la lluvia y hay que meterse. Acá en El Vedado la gente se esconde del agüita «que echó a perder la noche», entre las voces ciegas de la niña que canta con la misma soltura con que yo guardo silencio. El cielo tira agua y desde el suelo se disparan las sombrillas como bengalas de colores.
La noche alcanza todos los paladares y otra vez la gente camina en los intersticios de la lluvia.
La vida se desdibuja entre maniseros y pájaros que se mueven como garzas, se derrumba, se desmorona, pero yo lo tengo claro: La Habana se construye caminando.