Caía ya la noche cuando lo supo. Ese caos incontrolable de afuera le provocaba un malestar terrible, el olor nauseabundo del mundo. Y ese día supo lo que tenía que hacer.
Antes de salir del laboratorio tomó una cajita de cristal redonda y en ella puso una solución con bacterias. Ya en casa la colocó en el buró junto a la cama. Y empezó el conteo. Crecían a millares. Para la mañana siguiente la colonia habría duplicado su número. Crecían dentro de la cajita que ella alimentaba. Ese pequeño mundo en sus manos.
Miró por la ventana y se burló suavemente de la gente en la calle. Pensó en todo el caos y un escalofrío la recorrió violentamente. Se sacudió de hombros y regresó a la observación de la cajita de cristal. La solución era amarillenta y bajo la lámpara relucía como un tenue y moribundo sol. El calor las hace crecer. En los días siguientes probó ponerles agua con azúcar y luego suero. Les puso luz azul y luz roja. Las sacudió con fuerza entre las manos y las dejó reposar. Cada movimiento era meticulosamente anotado en una bitácora negra, porque cada movimiento genera una acción o una reacción o un cambio. Por eso todo es tan difícil de controlar, porque todo se mueve. Pero ahora tenía la cajita, en sus manos, y la solución era amarilla.
Como era lo esperado, tras todo un fin de semana de experimentar, las colonias de bacterias se multiplicaron infinitamente y ese infinito terminó por reventar el cristal de su cosmos. Era de madrugada y lo supo, se supo invadida por millardos de bichitos controlados. Lo sabía: el caos estaba afuera y la solución era amarilla.