Tras cada encuentro queda la sensación de pleitesía bien cumplida. Elegimos que la sede no sea siempre la misma, así un domingo nos toca en casa y otro en casa de alguien más. Nos parece más abierto adorar en recintos diferentes, aunque siempre preferimos estar en casa. Pero cada domingo estamos en ello, pendientes, fervientes seguidores, disfrutando con las vísceras bien puestas en el pasto verde que hace la función del pergamino.
Esta vez tocó fuera y no pude ir. Alguna cosa mundana se me cruzó, no la pude evadir y me quedé de mero espectador en un sillón. Podría parecer falta de respeto, una irreverencia quedarme sentado solo viendo… Todo lo contrario. No falto a mi deber y me dispongo como si estuviera ahí, a punto de recibir la unción. Es una comunión, aunque se esté lejos.
Para que la sala de mi casa fuera apta –compensar la lejanía y esta ceremonia de un solo hombre- saqué algo más que cerveza. Era meritorio un vino rojo de consagrar. Y trago a trago fui testificando un destino terrible. Uno a uno los esfuerzos de los once se venían abajo, todo parecía en vano. Los otros coartaban cualquier avance.
La sentencia se firmó en un silbido final. El apocalipsis dominical se me vino encima y yo, como recién bajado de un estado más puro y más alto, simplemente me derrumbé, desagarrando a mi paso todo lo que me recordara la derrota de todos nosotros pesando en unos cuantos.