Chillan, gruñen, se toman cualquier leche rancia y asquerosa que sacan de cajones empolvados. Mueven las manos como si quisieran ser pájaros y se golpean como changos enojados. Pelan los dientes a cada rato. Se retan con miradas antagónicas y llenas de extrañas emociones. Alegría nerviosa, euforia contenida, empatía engañosa, amor triste…
Ahora parecen una jauría de hombres practicando una cacería entre juegos y mimos, pero son una manada de solitarios. Llegan solos y se tocan sin importarles la inmundicia que desprenden. Luego pasan horas enteras sin moverse, miran para todo lado sin siquiera notar el viento frío, el canario del vecino o los sonidos espectrales que arremeten desde la ventana. Nadie le gana al otro, nadie somete a ninguno, nadie manda y ninguno aparenta ser un alfa.
Y como llegan se van, uno por uno, restregándose los pechos y abandonando al dueño del lugar. Se van dejando un lugar apestado a hombres sedentarios cuya fuerza pareciera residir en la carne blanda de sus abdómenes.
A veces me gustaría que los humanos pudieran hablar, pero a veces creo que sería mejor que nunca aprendieran.