Yo sé que prometimos caer juntos. En el momento de dar el paso a la nada mi cuerpo se escurrió, miedoso y titubeante, del tuyo. Tú, con tus certezas de ser entregado al amor, con tu semblante de tragedia griega, me deslumbraste desde el primer día. ¡Este amor de tiempos sagrados no tendría asesino! Pero en aquel instante de incertidumbre para el que caminamos toda una vida, en el que sólo me pediste tomar tu mano, no fue suficiente tu alma santa para convencerme. Tanto camino para dudar, para descubrir quién sería la guerrera que decapitaría todas las creencias.
No quise asomarme y verte en la orilla del mundo, con la sonrisa de vencedor. Preferí mirar al horizonte. Aquella visión del atardecer era para mí un vacío consolador, suficiente para sosegar mi alma. No quise preguntar más.
Cuando el sol se entregó por completo a la tierra y sólo me quedó el azul-purpúreo del cielo, quise emprender el viaje de regreso. Sin embargo tú y yo íbamos hasta el final y creyendo en mi valor no dejé ningún cordel.
¿Volver de la muerte tan prometida sería imposible? “Todo tiene un costo”, dicen bien los ancestros, y cierto era que no me dejarías vivir invicta: tendría que contarle al tiempo mi derrota. En la noche del mundo tuve que entregar mis ojos como sacrificio. “Lo que has visto no lo puede ver nadie, sólo mirarás con las esferas de tu intuición”. Me dieron las tijeras y los hilos. Ahora ando así tejiendo al sol y a los astros con la vida de los humanos.