Él siempre quería estar solo.
Cuando me escuchaba decir majaderías me tomaba de los labios, con dedos suaves me acariciaba y me decía muy de cerca: “Alondrita, aquí las groserías las dicen las putas”. Entonces me daba un beso y me dejaba con un rojo incendio en las mejillas que no sé si era de vergüenza o de puro coraje.
Desde esos días me hice a la costumbre de decir todas las chingaderas que pudiera cuando él estuviera lejos. Un torrente de palabras me emanaba… con hormigas en la espalda y saliva en el aliento. Me pasaba los días en un murmullo escandalizante que sólo la presencia de su sombra acallaba.
Cuando arremetía entre mis piernas con una pasión que también era furia, yo pensaba en esa retahíla de vocablos y, de su pura sonoridad subiendo por mi columna, me deshacía en efluvios de humedad, de alegría, de intimidad. Para hacerle trampa. Para ser una puta de a deveras, una diosa mía y de mi carne.
Yo estaba sola. Gritándole al mundo desde mi placer que nada lo haría mi dueño. Mi venganza estaba hecha. Me desvanecía en ese lugar sonoro, transparente, para no volver.