Cada vez, otra vez, y entre una y otra ángulos distintos. Cuántos contornos tiene un cuerpo, un ojo, una cabeza –adivina, descubre, parpadea–. Alguien inventó el juego hace años y, claro, plasmado en la visión fija de un cuadro es interesante. El cuerpo, el espejo de media luna, el reflejo desigual. Qué inteligente, suspiros de señoras y galeristas con corbatín; entre una imagen y otra hay un infinito de posibilidades, dicen, qué gran metáfora, se asombran. La verdad es que ya no aguanto ser la jodida encarnación de esa ocurrencia. Y es que no es fácil, me busco en el espejo y encuentro siempre otra, carajo, la otra y su milímetro de diferencia, su minuto de separación. Dónde estoy, quién, cómo asegurar que aquí, yo. Ella me mira desde lejos, siempre ajena (tú o yo, nosotras, dónde estoy). Pero se te olvidó multiplicar las manos, ¡ja! Entonces verás: dibujo un cuchillito. Un, dos, tres, cuatro estocadas y, ahora sí, a la chingada: gritos, ojos asombrados cayendo y buscándose unos a otros. A tientas recojo uno y me lo meto a la boca; la baba me escurre entre los labios, los dedos. Sé que te desprendiste (¿o yo?) y vas camino al suelo; casi puedo ver tu gesto de espanto y la súplica que me devolvías siempre (o yo): sálvame, parpadea hasta encontrarnos. Esta vez no.