Virginia escucha el maullido de un trueno disuelto a la distancia. Media hora, no más que eso; después tendrá que correr. Apura las diligencias de la tarde, se permite comprar una cerveza para terminar el día, acelera el paso porque ya las nubes ásperas se arrebolan sobre ella.
Quizá lleguen todos, quizá sólo vengan los más queridos. Y la voz que susurre caribe, las caderas y su vida propia, los golpes de claves y timbales en su arrullo para esas caderas, las risas que sólo la especulación diga a qué se deban. Quizá Virginia tendrá oportunidad de decirle buenos días a su hermano, con la misma sonrisa con que saluda a Alejandra apenas cruza la puerta de entrada.
Quizá mañana sea como cualquier otro sábado y desayunemos juntos sin saber siquiera que alguna vez nos hemos visto.
No lo sabré. Virginia no lo sabrá. Ni tú, a pesar de todas las horas durante las que te asalte la necesidad de saber. «Lo mejor para ustedes es la duda», pero siempre nos preguntaremos si en algún lugar alguien llamará de nuevo a Virginia y esperará escuchar el beso de su respuesta.