Miguel… siempre nos dio ternura. Era el primero en hacer lo imposible, y de alguna manera llamaba nuestra veleidosa atención. Ese fue su error.
Sus grandes ojos negros rebosaban en su cara de boca esbelta. Erguido y de rasgos ramplones, sin gracia ni encanto salvo sus grandes ojos negros, sabía hacer lo imposible; y lo hacía cada vez, nutrido de una creatividad veloz e ideas peregrinas. No sabía rendirse, y a todas intentaba arrancar besos, al menos suspiros; aun a mí.
Así que algún día alguna debía caer. Y cayó. Inés cayó. Inés se entregó sin reservas. La casta Inés, que sabía más de avidez que de corazones. La dulce Inés, con su cabello pajizo orlándole la piel pálida. “Si vieras conmigo el cielo en una noche de nevada, si al menos aquí nevara…”. E Inés, con esas ilusiones concisas, prometió alguna noche ver el cielo acurrucada en el pecho de Miguel.
Pero Inés la dulce no iría. Pronto la entrega irredenta se vuelve fuga desenfrenada, porque la constancia es un peligro, porque se debe recuperar el terreno perdido. Inés, la de los labios puros, se escapó con su miedo.
Miguel no. A empujones se llevó el fantasma de Inés, lo hundió en esa noche nevada, lo abandonó al frío y la penumbra. También la blanca piel de Inés, sus dedos entumidos, sus ojos cristalizados, sus labios macilentos quedaron bajo la nieve.
“Este día, sin mañana y sin ayer, es sólo sus objetos aislados.”