Para ella, él es como un niñato de mamá, de esos que se pican la nariz cuando están aburridos. Educado, entre otras cosas, para ser atendido, malcriado, engreído, caprichoso, un bebé llorón. Él tiene los ojos de quien sufre cada tercer día de lirios crecientes en el lagrimal. Le ha visto comer dulces como quien bebe café, tanto para apaciguar el hambre como para cuando no hay algo más que comer.
Ella recuerda la ocasión en la que, mientras le contaba algunas anécdotas laborales, se había clavado el palito de la paleta en sus encías frontales haciéndole sangrar; él, con su afán de impresionarla, seguía sonriendo como si nada pasara.
Y cuando se trata de dormir, él se pierde entre los sueños y la liviandad del descanso. Ella se desespera, más en las temporadas de insomnio cuando la madrugada le sorprende con imágenes en las que él se convierte en un árbol de navidad, con todo y sus secas y artificiosas ramas con dedos sangrantes. Ella con deliberado afán lo patea, él reacciona acomodándose para buscarla con esos mismos brazos que poco a poco se suavizan y se impacientan por alcanzarla; entonces ya no es un árbol sino un zombi torpe, un caníbal o sobreviviente de esa historia de amor.
Siete mil cuatrocientas horas con sus segundos y sigue resistiéndose a verlo con ojos de perro moribundo. En eso consiste su deleite, en verse a punto de caer y tirar a alguien más que no sea ella, sino él.