Me sentó por fin en una silla del comedor. La madera me recibió y los cantos se hundieron en mis piernas. Ensartó las agujas con una calma espléndida, después urdió un nudo con listón y apretó con delicadeza; un resuello encontró su camino y el temblor subía desde mi cadera. Escuché sus pasos y las pinzas metálicas se prendieron de las agujas: el zumbido de la corriente me erizaba la espalda. En la penumbra, sólo él era luz.
No escuché el silbido de la tetera de mis vecinos, el reloj que nos miraba desde lo alto, al perro llorando de frío. Un solo sonido: la carcajada del látigo, adormecido en mí por el beso de las agujas.
Me levantó en vilo y recorrí el pasillo siguiendo el rastro de sus órdenes. Dentro de tres horas seré yo quien exija orden y concierto en el despacho, pero por ahora camino a ciegas en mi propia casa. El olor del rosal al fondo del jardín me confesó que era suficiente por hoy. Cayeron entonces las cuerdas, pero no la máscara.
Estiré la mano buscando la suya; no sentí más que las briznas altas del pasto y el aire mordiéndome los brazos. Despacio, mis hombros se entibiaron un poco. Hoy quiso mostrarme el sol, mañana serán los témpanos.