Encontró una lagartija sin cola. Supo que la soltó a voluntad porque la perseguía un gato, su gato, el mismo que se acostaba entre sus piernas y ronroneaba y satisfacía su curiosidad con el miembro mutilado que aún se movía en el pasto. Alguna vez leyó que esa característica se llama «autotomía caudal», un mecanismo pasivo de defensa que le permite a algunos reptiles y anfibios automutilarse para distraer a sus depredadores.
Miró a la lagartija que tomaba el sol en una pared y la vio sosegada.
Alzó la cabeza y pensó que ya casi nadie mira hacia el cielo.
Y a la lagartija le crecería otra cola porque era importante para su locomoción y porque también almacenaría grasas cuando el animal llegara a padecer de hambre o alguna enfermedad.
Tocó su muñeca izquierda y ahí estaba la cicatriz.
Oteó de nuevo a la lagartija y deseó su capacidad de sanación. Tal vez sus iris cambiarían de color y el abismo dejaría de ser una herida queloide.
Se acostó en el pasto y cerró los ojos. El cuerpo expulsaría lo que le hacía daño. El peso de la cabeza, el pecho y las cuencas oculares comenzó a evaporarse con el sol.