A esa hora la ansiedad se dividía en 179 pedazos de uña, 237 rascadas de cabeza, 7 solos de percusión en las piernas, 6 mocos extraídos, 20 cigarrillos y una docena de maldiciones diseminadas por toda la avenida, como pedos sin dueño perdiéndose entre la gente sorprendida y el placer del viento de la tarde.
Jorobando el caminado había calmado la gastritis y tenía en la cara una paradoja acuática de boca reseca e interminable lagrimeo; sudaba riachuelos quebradas ríos cascadas desembocaduras deltas bahías fiordos en todas partes, en las orejas, en los codos, en la ojeras, en el culo, entre los dedos de los pies sentía esa triste agua suya huyendo, abandonando sin clemencia y sin honor ese torcido cuerpo, ese entumecido y tembloroso conjunto de células y músculos cagadas para siempre por la esterilidad de un desasosiego.
No podía alejarse del carro porque no concebía dejarlo ahí comprometido al sol y al lento crepitar de la fatalidad, no podía permitir que se diera una gota de óxido ni que redujera su brillo, ni la más ligera decepción de sus neumáticos; el carro era como un niño abandonado, dejado tristemente en la avenida, derritiéndose al sol impecable de las tres mientras él maldecía indeciso, despeinado, y ya sin cigarrillos que le dotaran de su negra leche maldita de maldita calma.
No podía permitirse un tiempo de su minuto. El maldito sol estaba cocinando ya el cuerpo, desnudo además, de su primera ex esposa y a las tres y media tenía la cita con el taxidermista. Y la misma frase repicaba en su cabeza: ¿Dónde está la maldita grúa?