La página web era lo único que le quedaba al escritor, pero nadie lo sabía y ese era el problema: ya nada lo iba a sacar de la mucosidad negligente de su destino fatal, sólo pendía de eso sosteniéndose con dos deditos de una pequeña raíz al borde del tenebroso precipicio. Y ahora, después de sabotearse a sí mismo durante toda su vida, alguien más se metía con él.
La página web no era suya, en ella había bastantes escritores y… sí, ilustradores. Cada texto que él escribiera tenía que ser complementado con una ilustración, y los textos eran absolutamente cortos. A este pobre escritor, madeja sofocada, carne del cansancio, le encantaba inventar las pequeñas historias, los pequeños instantes, la breve anécdota, pero lo que más le gustaba era darle un giro al final; el giro dramático, a veces absurdo, a veces cómico, era su dicha. Casi todas sus historias te llevaban hacia un punto y luego ¡bam! terminabas en otro muy distinto.
El problema empezó cuando los ilustradores (que eran varios y se rotaban) empezaron a ilustrar siempre precisamente el final de sus cuentos. La escena terminal, el chiste, la conclusión, quedaba ahí plasmada y hermosa; tanto, tanto, que el cuento se volvía innecesario: ya sabías lo que iba a pasar.
Así que apenas terminó el relato que le correspondía, se las arregló para verse con el desconocido ilustrador antes de que empezara con su trabajo.
Se encontraron en un bar al que le daba el sol de la tarde, y el destartalado escritor —inspirado por la frialdad de una cerveza— le relató su preocupación (esperando que lo ayudara) pero el ilustrador lo detuvo sonriente y le dijo: «Tranquilo maestro, yo me adelanté». Y diciendo esto, depositó sobre la mesa una ilustración perfecta, en la que se veía con claridad la muerte inmediata del escritor.