Todas las noches salgo a caminar desnudo, con los pies helados que van dejando huellas de sangre sobre el asfalto de lija. En alguno de mis recorridos me he encontrado con ella, también desnuda, rezándole a la luna con un fervor de antena parabólica. Sus modales ni los conozco porque nunca me saluda, pero siempre va con una sonrisa que disimula la tristeza de la obscuridad.
A pesar de coincidir de vez en cuando no he podido preguntarle su nombre. He llegado a pensar que está muerta y que deambula por las calles en busca de algún letrero luminoso que le alumbre su silencio.
Conforme avanzan las horas, la noche empieza a llegarle al cuello y ella avanza entre las calles con más lentitud. Yo por mi parte me sostengo de los aparadores que son como goteras luminosas que electrizan mis insomnes pupilas y que ayudan a mirar con mayor sobriedad las cicatrices de los edificios.
Poco a poco una mancha lechosa se apodera del cielo y avanza en forma de nubes encima de las azoteas adormiladas y llenas de rocío. Una que otra luz sigue despierta a mitad de la madrugada y remarca las siluetas de dos amantes que se pierden entre cristales empañados.
A estas alturas mis pies han dejado de ser dos pedazos de carne que escurren en el pavimento y se convierten en pinceles de tinta china que dibujan la estela de la desconocida.