Después de la náusea vinieron los mini vómitos acompañados de una perpetua agonía en el estómago. La diarrea se había vuelto una constante, una compañera maloliente líquida y tibia que cada cuatro horas la agarraba con la arrogancia de un dios déspota y omnipresente (estés donde estés sentirás mi poder intestinal pequeña hembra humana insignificante) cuyas carcajadas eran flatulencias desesperadas que saldrían en aerosol al menor esfuerzo.
El pelo, como las ratas, había decidido abandonar de primero su cabeza pletórica de nervios y se extendía sobre el teclado y el blanco escritorio como un triste otoño de la desesperación. Su piel estaba tan grasosa que su frente reflejaba la lámpara de neón en la pantalla del ordenador. Ni siquiera el gato la buscaba pues sus pies se sacudían constantemente y olían a queso rancio y a desesperanza. No logró escribir nada.
Cuando las 4 de la tarde llegaron a ese martes, a ese día de morir en la victoria o en la derrota, a pocas horas de caer vencida por la inanición la deshidratación y la pestilencia, se encontraron de nuevo cara a cara, después de dos días, mecidos por un viento tibio y por la sombra del árbol indiferente en el jardín de su casa. La soga seguía templada. No había manera de reanimarlo. No había manera de quitarle al redentor el milagro de la resurrección.