Alicia, en su mansión, tomaba plácidamente el sol sobre una confortable tumbona. Sin molestarse siquiera en hablar, hizo un leve ademán con su mano y la muchacha del servicio se apresuró a llevarle su helada y refrescante bebida. Satisfecha de su placentero descanso, y después de varias horas, se dispuso a dar fin a éste y, apenas puso los pies en el suelo, la misma muchacha del servicio le acercó las sandalias y puso sobre sus hombros una bata ligera, y Alicia entró a la casa, con un gesto mitad fastidio, mitad ya me voy a la disco.
En un submundo alterno que parecía lejano de todo y todos, Pepito terminaba su merienda lamiendo la taza del champurrado con agua que su madre le preparara y chupando sus pequeños dedos embarrados de la margarina barata que tan escuetamente su madre había untado a la mitad de su bolillo. El pequeño niño, con una sonrisa de satisfacción, llevó su jarrito vacío a la cubeta llena de agua y enjuagó lo mejor que pudo la pieza de barro; luego caminó hasta el petate de palma que fungía de cama y se arrebujó en su sarape, dejando sus pies sin cubrir. Su madre, que terminaba de planchar la ropa que entregaría al día siguiente, se percató de los pies desnudos de su pequeño hijo y, con inmenso amor y ternura, se arrodilló a su lado y acomodó el sarape del niño, cubriéndolo lo mejor que pudo y pensando que pronto necesitaría comprar uno nuevo, porque ese empezaba a ser muy pequeño.
Con una sonrisa persignó a su niño y le preguntó:
̶ ¿Estás cómodo, hijito?
Como respuesta, el pequeño sonrió y tomó la mano de su madre besando amorosamente sus dedos.