¿Y para qué un auriga? El deseo no llegará lejos, será vaivén y una indecisión postergada. Pies suspendidos, aterrados de contacto, anclados en la inmovilidad de los violentos vientos que le robarán sus alas. Una grafía de tierra de cuyo reino la gravedad fue expulsada. No hay más que ceguera a contagios, el plomo en las profundidades de la tierra —lejos de los silenciosos pasos sin dios y sin altura.
¿Gobierno al caballo, en otro tiempo desbocado…?
El ojo a la tierra, la mirada se encuentra con las alas rotas, recorriendo la agonía del gusano al que le nació el cielo con el vuelo que se sentía respirar. A veces no es cosa de querer respirar, el destello nos regala aire y algo nos respira, el aire penetra el cuerpo y le presta vida: no hay jinete.
Nacidos de la ceguera y el azar que germina, en el camino las alas nos crecen, a veces súbitamente el viento las roba, de vez en vez, el éxtasis del contacto las expande, los ojos fatigados de insomnio, volvemos a nacer con el cuerpo clavado en la arena, asfixiados de túneles y laberintos.
Los hay negros, como nubes cargadas de insomne y húmeda pesadumbre; envuelven y devuelven fardos pasados. Penden sobre nosotros y los pasos, gravitan inmóviles. Se enrollan y no tienen la fuerza de quebrar los diques que oprimen, la exhalación no libera, y el tiempo se clava en el cuerpo sin deslizarse.