Rebosan las mesas. Los cántaros, los tarros de sal, el pan oloroso de recién cocido, los platos generosos de mole y arroz y frijoles en cazuela, las botellas de mezcal al alcance de todas las manos. Rueda por ahí un tejocote tierno, las primeras mandarinas. Una banda recorre la calle de atrás, o quizá sea el tocadiscos. Las velas ondean con el rumor de las faldas almidonadas y las mangas de paño oscuro; el frío ya abraza la comodidad de camisas gruesas y chalecos bajo el saco.
El olor de las flores, la pureza de su sangre, fluye y rezuma por las paredes: tantas y tan dulces que uno roza la puerta o las vitrinas y un vapor se impregna en los dedos. Y empapan las flores los pasillos, y cubren la escalinata con manchones brillantes.
La casa zumba a zancadas y grititos más ansiosos que exasperados. Es el barullo alegre de preparar la fiesta: todos buscan espacio para dejar un anillo, una nota, un florero, la olla de ponche o comida, aquella cadena de oro rojizo. Todos quieren estar ahí cuando llegues. Todos quieren regalarte y en el regalo darse.
Olvidan que vendrás apenas un momento. Tomarás la cena, como cada año, un pocillo de café, un vaso de agua, y la fiesta sólo será eso… para ellos. Será tu mano en mi hombro cuando susurres tu orgullo, cuando mires el retrato en la mesa y me reconozcas en esos ojos, cuando con pies cansados te despidas de tu ofrenda.