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Cuenta regresiva

La última vez que Marlon vio a su abuelo fue cuando tenía 8 años. Era un domingo nada extraño, de esos que debía terminar en la memoria como parte de ese recuerdo general denominado «un domingo cuando niño». Marlon jugaba en el patio con sus gises, dibujaba una rana por ahí, un muñeco por allá, un planeta, una rayuela, una casita; cualquier objeto o palabra que se le ocurriera.

Ese domingo dejó de ser un domingo cualquiera cuando el abuelo se asomó por la ventana de su habitación, se posó en el marco, dio medio giro dejando sus piernas por fuera de la casa y saltó al patio. El anciano corrió hacia el techito donde estaban la lavadora y un cerro de trastes viejos. Levantó en un solo movimiento la tela negra que usaba para protegerlos de la intemperie.

Debajo de la tela había un pequeño cohete. Cromado, colorido y con una cabina similar a la de un F-15 descansaba sobre su tren de aterrizaje. El abuelo de Marlon le paso un pedazo de su bata para quitarle el polvo, abrió la cabina y justo antes de subirse se detuvo. El viejo giró, corrió hacia Marlon, se arrodilló y le dio un abrazo. Después se colocó un dedo perpendicular a la boca, le dio otro abrazo y lo terminó con un beso en la mejilla. Se levantó, corrió hacia el cohete y esta vez sí entró en la cabina, asegurándola después de acomodarse unas gafas de piloto.

El rugido del motor fue tan fuerte como el encandilamiento de su llama. El abuelo de Marlon lo miró una vez más, levantó su mano con el puño cerrado a excepción del meñique y el índice y le sacó la lengua. Un gesto común que hacía para saludarlo o despedirse.

El cohete comenzó a moverse, se deslizó hasta el frente de la casa y en un parpadeo salió despedido por la calle de Tonalá para, casi de inmediato, alzarse y perderse entre las nubes.

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Tras ganar su primer premio en efectivo, cambiarlo por brandy y cerveza y beberlos con sus rivales, descubrió su pasión por las letras y que la sopa en realidad sí es un buen alimento ...
Ilustrador. Soñó que se caía, pero se agarró de un lápiz.
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