Cuando descubrí que tu camino era el enredo, que tu tranquilidad reposaba en los laberintos del drama, cuando entendí que encontrabas sosiego solo en la destartalada maraña del infortunio y me arrastrabas con mucho vértigo a las profundas aguas negras de tu rabioso palpitar, era muy tarde; ya me habías tragado y me sentí viajando a través de un intestino maloliente, deslizándome como una masa de comida corroída por los ácidos de la angustia, bañado en la gloria de la bilis y los refrescantes jugos gástricos; comprendí que era pura mierda en proceso y que necesitaba salir a cualquier costo.
No fue fácil habilitarme una salida, desensalchicharme, romper la placenta vociferante de tu cuerpo; no fue fácil abrirme paso a través de tus tripas congestionadas, ni superar el poder hipnótico de tus esfínteres, ni la tibieza amarilla de tus grasas.
No tuve la paciencia y te rompí: nací de una cesárea realizada desde adentro, puñaladas al revés, socavando con uñas y dientes; no había otra forma, ni tampoco conozco a nadie que haya lubricado alguna vez una salida.
Pero aún no logro librarme de este olor que me dejaste, de este aliento a interior de víscera, a carne abandonada. Amor, por favor ¡Líbrame de esta descomposición!