Quizás ese había sido el mejor momento de su vida. Briznas de pasto entre los dedos, el murmullo de hippies coloridos a su alrededor, decenas de hula hulas girando en cinturas de niñas pequeñas con trenzas. Y ella, vacía.
Sabía entonces, al menos, que la incertidumbre era verdadera, casi afirmación de juventud y vida. Lo celebraba con comentarios cada vez más banales a Charlie, su amiga francesa deprimida. Con cada risa que provocaba en ella sentía que se inflaba cual gas de helio: ligero, festivo, evanescente.
Pero ahora cuando quería reproducir ese momento a solas, siempre a menos de 500 metros de una pantalla conectada al mundo, siempre con dinero en la cuenta y citas en la agenda, sólo quedaban fragmentos idealizados. El vino de un euro era imposiblemente bueno, los hippies no volvían a sus departamentos de 15 metros cuadrados, ella no anhelaba nada más que ese vacío. Ella no era la que ahora era o, al menos, eso le gustaba creer.
Y en el desliz entre una imagen de ella y otra, el presente se escurría, gota a gota, dejando una mancha en el suelo de concreto.