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Caramelos de mantequilla

Con su cara llena de alegría y un vestido blanco que le hacía ocultar la gordura, Carlota salía a asediar a sus próximas e incautas víctimas.

Siempre prefirió a los jóvenes robustos y con las mejillas rosadas; bien alimentados, pues. Los llevaba a su casa por medio de artimañas, les ofrecía unas copas de champaña de la cara y platillos exquisitos con los que era muy fácil sentirse halagado.

Cuando por fin quedaban medio adormilados de tanta comer y beber los invitaba a subir a su habitación; cargada de terciopelos, candiles y sábanas de seda de las más finas, se convertía en el refugio perfecto para que nadie pudiera interrumpir tan romántico encuentro.

Cualquiera pensaría que los jóvenes terminaban por salir corriendo de aquel cuarto, sobre todo porque Carlota no era joven ni delgada, sino todo lo contrario. Sin embargo, los artilugios de la Condesa le funcionaban para que las víctimas permanecieran fascinadas y dispuestas.

Los llenaba de mimos y les hacía cosquillas en las plantas de los pies con una pluma de ganso. El paso siguiente era tomar una barra de mantequilla que deslizaba por el tierno cuerpo de sus conquistas, de la cabeza hasta los pies. Con el calor del cuarto, la grasa se derretía sobre la piel creando una cobertura brillante e irresistible que hacía salivar a Carlota tanto como a un perro que mira un trozo de carne.

Acto seguido se aproximaba al cuerpo tendido sobre la cama para pasar su carnosa lengua y lamer cada parte como si fuera un chocolate, aquel pasaje podía durar horas, hasta que finalmente un una mordida daba fin a la aventura. Carlota se había comido a tantos amores cubiertos en manteca que el doctor le había advertido sobre un problema de salud y prescrito una dieta rigurosa que nunca pudo cumplir.

Una noche Carlota fue encontrada tumbada sobre el cuerpo desnudo de su última presa; los dos cubiertos de sebo, con una pluma en la mano izquierda y la envoltura de una barra de mantequilla en la derecha y, eso sí, con una cara de satisfacción que no se pudo borrar ni cuando le practicaron la autopsia.

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Escritora. Bruja de oficio, cocinera de palabras por accidente. Cambio de color todo el tiempo porque no me gusta el gris, un poco sí el negro, pero nada como un puñado de crayolas para ponerle matiz al papel. A veces escribo porque no sé cómo más decir las cosas, a veces pinto porque no sé como escribir lo que estoy pensando, pero siempre o casi siempre me visto de algún modo especial para despistar al enemigo. Me gusta hablar y aunque no me gusta mucho la gente, siempre encuentro algún modo de pasar bien el tiempo rodeada de toda clase de especies. El trabajo me apasiona, los lápices de madera No. 2 también; conocer lugares me fascina y comer rico me pone muy feliz. Vivo de las palabras, del Internet y de levantarme todas las mañanas para seguir una rutina que espero algún día pueda romper para irme a vivir a la playa, tomar bloody marys con sombrillita y ponerme al sol hasta que me arda la conciencia. Por el momento vivo enamorada y no conozco otro lugar mejor. El latte caliente, una caja de camellos, una coca cola fría por la tarde, si se puede coca cola todo el día, y un beso antes de dormir son mi receta favorita para sonreír cuando incluso el color más brillante se ve gris. La Avinchuela mágica.
Ilustrador. Soñó que se caía, pero se agarró de un lápiz.
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