Subí montañas, crucé océanos y conquisté las cavernas más profundas. Nadé en tinacos llenos de billetes de alta denominación y cedí todo a la humilde filantropía. Canté, bailé, escribí, toqué treinta instrumentos y esculpí dos toneladas de piedra. Limpié mis entrañas con jugos y néctares verdes, exploté mis músculos hasta su máximo esplendor y me arreglé los dientes con el dentista. Comprendí la base del budismo y me adentré en viajes astrales a través de meditaciones profundas. Fui cómico, intelectual, sensible y tenaz. Cultivé las orquídeas más exóticas, coseché las frutas más dulces y preparé las recetas más excéntricas. Fuimos a los lugares más remotos, a las ciudades más impresionantes y a los conciertos más eclécticos. Tomamos cerveza, mezcal, vino, tequila, ron, campari y un sinnúmero de cocteles pretensiosos. Vimos películas, comimos pizza, nos quedamos sentados en el parque y hablamos una vez por más de 15 horas sin cambiar de locación. Reímos, lloramos, jugamos, saltamos, sufrimos y nos drogamos.
No tengo ya más. Sólo me queda esperar. Esperar hasta que despierte y se atragante con mis carnes o hasta que las sogas manchen mi cuerpo con el obscuro color de la gangrena.