Cuando recién llegaron a la Tierra un problema en el aterrizaje dividió la cápsula en dos partes y lo dejó sin comunicación, perdido y herido lejos de sus compañeros de misión.
Garibaldi, el perro de Inocencio, fue quien lo encontró y lo llevó en el hocico hasta las piernas de su dueño.
Aunque tuviera forma humanoide y fuera apenas un poco más grande que un colibrí, lo único que pareció importarle a Inocencio fue su mal estado. Inocencio lo trató con respeto, le ayudó a curarse y en un par de meses ya eran amigos y cada uno hablaba algo del idioma del otro.
La misión de Campanita (así le puso Inocencio) era de exploración y no pudieron encontrar a sus compañeros; ni por medio de la radio, ni por noticias o tabloides que hablaran de seres o acontecimientos extraños.
Un par de meses después, antes de la puesta del sol, algunos gritos y ladridos inundaron el barrio. Inocencio, comedido y atento como siempre fue, salió a la calle con la intención de ayudar a quien lo necesitara.
Campanita, desde la ventana, notó como un pequeño disco se alineaba sobre la figura de su anfitrión y vio como, en un flash, su cuerpo se convirtió en líquido y sus huesos quedaron inmóviles un par de segundos antes de caer y desparramarse en un lodo de carne y sangre.
Aturdido por la tristeza entendió que sus compañeros no tuvieron la suerte de conocer a alguien como Garibaldi y su dueño durante la exploración. Decidió de inmediato que tenía que actuar, hacer algo, detener el genocidio o, en su defecto, ayudar a los humanos a tener una guerra equilibrada.
Garibaldi, aullando adolorido por su sexto sentido, se acercó a Campanita y se lo comió.