La lluvia de fuego era lo de menos, no había nada qué quemar. Estábamos solas y apenas alcanzamos a agarrar un par de cosas antes de salir de casa, cosas sin importancia pero importantes.
Yo sostenía a mi hermana por la cabeza y así la levantaba cuando teníamos que correr. Tomaba su cabecita como si fuera un balón de basquetbol. No pesaba, nunca había pesado. Y el fuego caía siempre antes o después de que dábamos un paso. Hacía tanto calor que yo llevaba shorts, pero tanto frío que le puse un abrigo a mi hermana. No quería que se congelara porque el fuego podría derretirla. ¡Qué bueno que siempre jugábamos a que el piso era de lava!
Estábamos a punto de irnos, de dejar el fuego atrás, de dejar un poco de lo que fuimos, ese planeta. Pero mi pelo era demasiado largo, demasiado rojo, demasiado flama.