El mismo vértigo que sentirías en el barco de Sinbad atravesando las suntuosas olas del mar de la India en una tarde intestina en la que el océano poderoso se comportara como un vómito de dios (de un dios con resaca corriendo hacia el inodoro); esa misma náusea la sentiste cuando te acercaste por primera vez al vértice del erotismo, recordalo, la primera vez que sumergiste tu cara, tu rostro lozano de 16 años entre las piernas de Silvia sentiste que el piso se balanceaba como el barco de Sinbad, y lo que al principio fue un suave mareo, evolucionó hacía una rotación giroscópica que casi te hace vomitar.
No era asco, era exceso de placer, y lo que siguió después en manos de Silvia, en piernas de Silvia, en tetas y nalgas de Silvia fue una tempestad cósmica, fue atravesar borracho girando, curveando, enroscando la gravedad misma como un cuerpo celeste rebelde, un cuerpo celeste anárquico en un loco recorrido, cruzando las olas del tiempo, rebotando en eras y eones, y todo nadado, todo húmedo y pegajoso, como la cubierta del barco de Sinbad, como ser parte de una tripulación/eyaculación y salir disparado en un destino seminal/grupal, a la aventura más sórdida, a la tempestad del universo en una cama anónima. Afuera llovía.