Siempre creí que la arquitectura de una vivienda revelaba mucho de quien la habitara. No sólo el tamaño, el color o la forma; la apariencia, podría decirse, también era importante para mí, pero los componentes que la constituyen o los elementos de los que carece una construcción podían decirnos todo lo que había que saber sobre su habitante. Y qué mejor motivo puede tener uno para llamar a una puerta que el de averiguar qué clase de persona espera del otro lado.
En primer lugar, una persona cabe completa en su hogar. Quien es, lo que posee, sus hábitos, sus temores. Todo está ahí. ¿Por qué aquella casa tiene un campanario? ¿Qué temor le ha dado estás ventanas inmensas o qué sueño le ha dotado de esos miradores a la casa de mi vecino? Sería imposible imaginar a Dios en un departamento, cuando tiene el cielo para sí, según la imaginación católica. Inadmisible, psicoanalíticamente, que un vagabundo no sea su propio hogar. Que las artes perdonen a un pintor sin estudio, a un escritor sin biblioteca, a un actor sin espejos en los muros.
Pero mi error ha sido grande. Esta semejanza es un lujo cada día menos observable, menos asequible. Cada día, menos gente piensa como yo, y las quince puertas de mi casa, los seis ventanales que la decoran, la ausencia de muros exteriores en el segundo piso y la chimenea que se enciende desde la calle no son más que un mensaje embotellado flotando en una pequeña alberca. Pero ahí está mi casa, y un día llamará alguien a mi puerta. Me pregunto quién.