La vida es un lugar, definitivamente. Uno puede irse de su vida y regresar más adelante o no volver si así lo desea. Pero lo importante es que se trata de un lugar donde la gente puede pasear a su persona y puede ver cómo los demás pasean a las suyas. Tal vez por eso Gérard de Nerval paseó una langosta ataviada con una cinta azul antes de que lo internaran en un hospital psiquiátrico y mucha gente pasea a sus perros en lugares donde las personas pueden ladrarse unas a otras mientras sus perros conviven. Me agrada esa imagen en que la vida depende de la convivencia, porque permite la existencia de observadores, oyentes, transeúntes, paisajistas, merolicos, voceadores, floristas; aunque existe el problema del poder que tienen los urbanistas, los policías, los gobernantes. La vida, en ese sentido, se parece mucho a la realidad, pero tiene la ventaja de tener reglas más laxas. En la realidad, por ejemplo, resultaría imposible congregar a miles de personas en una plaza pública para iniciar colaborativamente un fuego y observar cómo asciende el humo al cielo sin que esto generara problemas de tránsito, represión policial, difamación mediática. En la vida, por otro lado, parece cada vez más necesario.
