Tomando en cuenta las últimas horas, días y meses, confieso que no soy más que un paria. Es más, si pensamos en aquella vez en que callé mientras, en la sala de mi madre, la luz de Júpiter me explotaba la cabeza, podría decir que toda mi vida he sido un paria. Un paria que caminó antes de escribir sus memorias. Un paria que se plantó frente al consejo de padres alcohólicos y tristes a recitar las efemérides de la semana. Un paria, otra vez un paria, que dejó pasar la infancia entre falsos ídolos, culpas y estrellas en la frente.
Así es como vive un paria: adelantándose, quedándose atrás; escuchando pájaros en la noche y el grito de gatos fornicando al medio día. Con todo en el pecho y nada en las manos. Siempre amando a otros parias y después de un tiempo odiándolos para ser fiel a uno mismo.
Eso he sido. Brutalmente.