Un serpentario de emociones te hacen ir y venir entre el bosque de mi casa y tus entrañas. Adivino que tus ojos negros están rojos de sueño:
– ¿No has dormido?
– Algo.
Nada menos sale de tu boca, nada más tampoco.
Sentado mirando hacia afuera como si en este cuarto no existiera nadie más:
– Si quieres preparo algo de cenar.
Un silencio denso, de aluminio, recubre nuestras partes desnudas y nos aleja completamente. Sella tu corazón y sella el mío. Contagia y aprieta todo el aire que sentimos ocupando el cuarto por completo.
– Cena tú si quieres, al rato veo.
Las piernas se me aflojan y me desintegro de adentro hacia fuera como una vela.
Imposible enfocar mi mirada en algo menos patético que el desgano con el que me visitas.
Las partículas del aire se comprimen, igual que tu ceño y el mío. Enojados y obtusos nos olvidamos de querernos.
Te dejo.
Saco mis manos de tus alas, saco mi boca de tu nombre, quito mis ganas de tus ganas y me voy por completo de esto que fuimos.
La casa explota.
El impulso de los cuerpos por acercarse, el abrazo apretado de besos en el cuello, el segundo en el que tus ojos vuelven a mirarme. Todos rotos en la sala, intentando repararnos.
– Cambia esas flores, huelen a muerto.
– Somos nosotros mi amor.