Me gustaba despertar por las mañanas en la cama de mi abuelita, escuchar el fonógrafo y permanecer acostada hasta que el sol acariciaba mi rostro.
Antes de salir de la cama observaba el nuevo día, el buró a un costado, las cobijas revueltas, el techo… y, sobre todo, un objeto que capturaba mi atención: el ropero, ese protagonista de canciones que –con sus grandes espejos que parecían ojos– me llamaba a explorarlo.
Con un salto de puntitas y cautelosa de que alguien entrara, revolvía un montón de llaves hasta encontrar aquella que pudiera abrirlo. Justo cuando por fin daba vuelta la chapa, mi corazón se aceleraba y, ya a punto de mover la puerta, escuchaba a lo lejos las pisadas de un intruso en mi aventura. Con un movimiento yo me aventaba de nuevo a la cama para hacerme la dormida. Inhalaba, exhalaba y volvía a mi posición inicial para rendirme.
Después de intentos frustrados durante años, entendí que la verdadera emoción no era descubrir lo que estaba adentro sino la posibilidad de ser sorprendida.