Sin ser costumbre mía, hoy abro los ojos en horas que para mí huelen todavía a madrugada. Aún sin saber que hacer, elijo abrir la ventana de mi habitación y mirar un poco desde aquí arriba.
Por la calle van pasando hombres de dudosa importancia. Caminan con una vertiginosa inercia y tropiezan continuamente con la punta de sus frías corbatas; la única manera de hacer un poco más interesantes esos trozos de tela sería colgándolos de algún árbol, con todo y cuerpo. Tal vez de esa forma quedarían aniquilados los pensamientos dormidos de esos descoloridos personajes.
Es una verdadera lástima verlos a todos vestidos de negro. Me recuerdan más bien a una caravana fúnebre que lamenta haber abandonado el sueño para conseguir unas monedas.
Me pregunto, ¿cómo se verían todos de blanco? Finalmente no habría mucha diferencia. Aquello parecería una aburrida fiesta de un hospital psiquiátrico, con los cerebros anestesiados y los corazones conservados en formol, por si acaso, como si de verdad fueran a necesitarlos.
Y los niños. Esos van por allá un poco más alegres, aunque no distingo muy bien quién es quién, por aquello de los uniformes.
Ellos entran sonriendo al colegio, todos muy amigos y, en el patio, antes de que suene la chicharra, ya están todos bien formados, alineados y clasificados por edades y tamaños, como ciertos rebaños.
Guardan silencio sin saber por qué y toman su respectiva distancia uno del otro, matando así los abrazos, y de esa manera uno de los hombres de corbata puede distinguir al que sonríe y advertirle de su mala conducta que con el tiempo pasa a convertirse en un sello de mediocridad.
Se escucha entonces una señal y cada grupo entra marchando a una sala cuadrada llena de sillas y pupitres tan cómodos como una piedra, donde los pequeños permanecerán sentados la mitad del día y, me atrevo a decir, de su corta vida, escuchando con atención las sabias palabras de los hombres del traje negro que tropiezan con sus corbatas todos los días.
Yo me alejo entonces de la ventana, preparo mi café y empiezo el día.
