Se creía la más lista de los dos. Tuvieron que pasar algunas semanas para que la pócima del amor hiciera efecto en ambos. Enero la trajo a mis días blancos como el tono de su piel. Tenía planes para cada ocasión que hacían nuestros días un poco más grises pues racionaba escrupulosamente nuestros recursos, incluso los besos y los abrazos. Decía ella que con eso evitaríamos la teatralidad de la relación. Yo quería verla en llamas pero entre más lo deseaba, más pintaba su raya. Cada día que pasaba su voz tejía tramos y tonalidades al conjuro final, aquel en el que pondría las patas de araña y los ojos de borrego a medio morir. Es el séptimo jueves que se nos va entre recuerdos de la infancia y disfraces de conejo. Esta noche la acompaña la claridad del cielo, como un amuleto para sus noches de desvelo. Necesitará más de una pata de conejo para llamar a su suerte, ella lo sabe, ha comenzado a cambiar, la veo desdoblarse, deliberar entre un “te quiero” encubierto y un abrazo revelador. El que se enamora pierde y yo he comenzado a ganar.