Lo que más le gustaba de ella era la ceguera, esa incapacidad de mirarlo de frente. Le gustaba aquel velo de sombras amarillas al que ella llamaba oscuridad.
Ella pidió tocar su cara y él puso la mejilla izquierda, aquel perfil hermoso que eclipsaba la hendidura que nacía en la parte derecha de la barbilla y llegaba hasta la frente. Una grotesca asimetría entre una mirada limpia y un párpado cortado en cuatro.
Por eso la oscuridad le venía bien, por eso dejaba caer el cabello cubriéndose lo que para todos era evidente, para todos, menos para ella que tenía un cuerpo delicadamente equilibrado, un rostro perfecto, apenas mermado por una luminosidad que se fue apagando hasta convertirse en manchas amarillas. Ella se sabía completa.
Aquella noche él apagó la luz, se quitaron la ropa hasta que la desnudez se pudo imaginar por completo. Se acercó a él, le tomó las manos y las puso en sus senos perfectos. Luego lo tomó de la cabeza y, como si fuera un lugar conocido, la llevó hasta sus labios, comenzó a delinear la cicatriz con la lengua.
Sorprendido por aquella reacción tan clara, él titubeó. Ella le dijo: “Te miré en alguna ocasión antes de quedarme ciega, desde entonces ansiaba besar esa cicatriz hermosa.”
Él la aventó, tomó sus cosas y salió a la calle sin decir nada. A él le gustaba su ceguera, pero más le gustaba esa monstruosidad tan suya con la que se movía por las calles.