Hace cuarenta minutos que giramos en círculos sobre el D.F. Parece que peinamos el smog con nuestras alas. El señor de adelante se empeña en sacar fotos con flash desde la ventana. ¿Le digo algo?
Si hay un terremoto allá abajo ¿qué pasa con nosotros? ¿Hay alguna vibración que altere nuestro campo energético aleatorio? Otros temblores nos pasaron antes, ¿te acuerdas de ese que nos encontró en tu casa?.
Si alguno de mis amigos está cerca del aeropuerto y está leyendo esto en Facebook, le aconsejo que se vaya lejos, creo que vamos a explotar.
Las aeromozas caminan de un lado a otro ofreciendo mil cosas, está claro que no queda nada.
¿Será una falla en el motor?, ¿algo en el sistema?, ¿moriremos de asfixia?, ¿de fuego? ¿Por qué no estamos muertos todavía?
El cielo es demasiado grande, voy a intentar con fuerza permanecer en el aire, darme impulsos hacia arriba, aguantar las piernas, agrandar el pecho, contener las lágrimas, planear… (cosa que juntos no pudimos hacer).
Siento las casas que atraviesan nuestras ventanas, y nosotros rompemos las suyas explotando todos juntos. Puedo sentir el fuego rayando mis ojos y el humo cociéndome por dentro.
—¡Señorita! ¡Un vaso con agua por favor! Un poco de hielo, un pedazo de aire, unos brazos. ¿Por qué me mira así? ¿Usted quiere morir sola? ¿Sin que nadie la abrace?.
Me pongo un poco fatalista cuando viajo en avión… y a veces cuando pienso en nosotros.