Caminar sin rumbo fijo era tal vez una de las cosas que más le fascinaban en la vida. Salir y agarrar una calle hasta desgarrarla del todo, caminarla de norte a sur de este a oeste y agotar la existencia, la humanidad reparando en las pequeñas grietas, observando las ventanas clausuradas, las nomenclaturas perdidas, las puertas ocultas, los zaguanes misteriosos, la precaria pintura que cubre los grandes daños estructurales, la basura en los techos que sobrevive vencedora, los antejardines presumidos y los saturados de caca de perro, los gatos vigilantes y las loras insolentes, la arquitectura accidental y la planeación ignorada o pervertida, los cables desafiantes, las avenidas, los carros; para Luis, la calle anónima era el cine de la humanidad, era donde invertía exclusivamente su tiempo para el placer.
Buscó ciudades extensas que le permitieran descarriarse durante horas e incluso cambió de país cuando terminó de recorrerlas todas, de examinarles sus verijas y sus barrios intrincados, cuidando siempre la seguridad, por supuesto; era un placer para él, no una obligación.
Alexandra apareció en una calle soleada, después de 54 cuadras, 3 iglesias y medio parque y fue tan evidente su urbanismo, fue tan diáfana la diagramación de sus calles y tan a contraluz sus cables telefónicos que a Luis se le rompió un tubo, se le taponaron las cañerías, tuvo un infarto telefónico y decidió que le vendría bien una acompañante en su eterno deambular de avenidas.
Jamás vaticinó que su propio smog podría asesinarla. Pero eso es otra historia.