Ellos son una pareja normal, sadomasoquista como la mayoría.
Ella, de familia machista, con papá y hermanos abusivos, conoció el placer de dispararle a los ratones, de rociar gatos con gasolina, de cortarle las alas a las palomas. Comparte el gusto de una buena pelea, de arreglar las cosas a golpes, de salir triunfante con una mano rota si el otro no puede pararse. Ella, la sádica, grita groserías, añora carne caliente entre sus dientes y se anota un punto cuando su contrincante llora.
Él, con una mamá divorciada y pasivo-agresiva, prefiere el efecto de las lágrimas al de los golpes. Prefiere el silencio, la apatía, la indiferencia. Coloca la otra mejilla no como buen cristiano sino para demostrarle a su enemigo lo estúpido que es. Conoce el truco de la ironía, del sarcasmo, de la falsa disculpa. Acepta el dolor y lo yergue como si fuera un trofeo. Él, el masoquista, se emociona cuando la gente pierde la compostura, cuando se convierte en el saco de arena que frena la histeria.
Ellos, como cualquier pareja, se preguntan ahora si las patadas de amor, los insultos de cariño y las heridas de pasión son suficientes.