Desayunábamos tranquilos cuando Camilo empezó a regañarme porque me había gastado los 500 pesos que me dio para comprar pan. En ese momento noté que un pedazo de tocino se le cayó de la boca. Luego vino el gato y se lo comió.
Por ahí andaba el pobre buscando su pedazo de carne como si no hubiera comido en días o como si su vida dependiera de ese trozo de animal muerto y ahumado. Me preguntó varias veces si no lo había visto, y como sí sabía, sentí feo decirle lo que había pasado. Simplemente me hice loca y me fui.
A la mañana siguiente noté que su cara estaba grande e hinchada, y no hablaba. Pensé que habría sido alguna alergia o que le había salido un grano, pero conforme pasaba el día no solo estaba hinchando, también morado. Ya por la tarde vi que no soltaba un trapito blanco con el que se limpiaba a cada rato y cuando le pregunté qué pasaba y porque lucía tan deteriorado, trató de abrir un poco la boca pero desistió y se fue llorando.
Casi al final del día me fui a la cocina a servirle un poco de paté al gato, y mientras ponía aquella cosa apestosa en un plato, Chayo se empezó a contorsionar: “«bola de pelo», pensé. Me acerqué a darle su cena y mi sorpresa fue ver que había devuelto aquel pedazo de carne que yo creí que era grasa de tocino. Pero no, era un cacho de carne rosa y cruda. La tiré.
Ya en la cama traté confortarlo y animarlo a que me contara qué le sucedía. Ahí noté que el trapito blanco estaba lleno de sangre y salivaba como bebe sin dientes, y es que le faltaba una parte de la lengua, la misma parte que había yo tirado al bote.
Desafortunadamente ése era el día en que pasa el camión de la basura. Afortunadamente nunca más volvimos a pelearnos por dinero.