Hoy el sabor era profundamente ácido. Mis papilas gustativas se inflamaron al percibirlo, queriendo atrapar cada una de las partículas que componían esa sensación, para desmenuzar todos los elementos hasta llegar al origen del sabor. Mi lengua se ayudaba de mi nariz para complementar la experiencia.
Fue como si un rayo golpeara justo en el centro de mi frente y bajara por toda mi médula espinal. El fluido era más espeso y no tan dulce como en días anteriores. Lamí todo lo que pude —primero lentamente—, estableciendo un ritmo, un patrón, degustando el líquido que poco a poco se iba haciendo más abundante y espeso. El olor empezó a ser también más penetrante, despertando las sensaciones dentro de mí que aún se encontraban aletargadas.
No me concentraba en un solo punto. Lamía por momentos tus ingles para bajar lentamente hacia tus labios, rematando en el clítoris. Metía y sacaba la lengua de tu vagina delicadamente. Después de unos minutos despertaste a medias y sentí tu mano posarse en mi cabeza, atrayéndome todavía más. Dejaste escapar un suspiro y vi cómo te mordías los labios con los ojos aún cerrados. Esa era la señal para intensificar el ritmo, para no detenerme. Me concentré en tu clítoris, chupándolo y lamiéndolo. Apretaste mi cabeza entre tus piernas y eyaculaste en mi cara, empapando mis labios y barbilla.
«Buenos días, hermanito», me dijiste con esa sonrisa de complicidad que sólo yo conozco.