Hay un siseo cansado que patea con fuerza la tranquilidad del vacío. Mi fe agoniza en sus cenizas grises. Brota el día y resucita mis esperanzas muertas.
Un color destiñe mi boca; ataúd que aguarda mi cuerpo cobrizo. Prefiero la muerte a esta inmensa angustia de vivir tan sola.
Es como un sueño fantasmal, un embrujo doliente. De pronto se hace cargo de mí como un listón muy fino que aferra mis muñecas y me sumerge en una honda adoración ineludible.
Me pongo a llorar. No sé ni a que espanto obedecen mis lágrimas, tal vez a la misericordia de mis labios sin rezos. Soy como un susurro. Hoy vivo con mi puerta entrecerrada, inmersa en la cruz, con la garganta estrujada por un grito.
Y aunque a ratos me asalta el sorpresivo conjuro, arranco de mi alma aquel castigo. El sueño piadoso del abandono desaparece para siempre.