Ambos se despidieron, se tomaron la mano como si su destino estuviera marcado; de alguna manera lo estaba, de alguna forma este sería el último apretón y el último casi abrazo.
Sabían que al final la disyuntiva sobre cuál cable cortar estaría allí: ambos eran del mismo color, sólo había un derecho, un izquierdo y una decisión que nadie quería tomar. Y es que lo que los unía no era cualquier cosa; ninguno de los dos fue capaz de traicionar al otro pero tampoco ninguno se atrevió al sacrificio.
Era cuestión de tiempo decidir o esperar a que el efecto natural del sueño los llevara por ese camino en el que todo queda suspendido. Optaron por la segunda.
Ya dormidos no hubo más que hacer. Alguien, nadie sabe movido por qué mecanismos, tomó las tijeras y cortó el izquierdo, así, simple. Uno de los dos fue apagándose por completo.
Al día siguiente los diarios dijeron que era una tragedia. Durante la operación de separación de Rony y Dony, los siameses más viejos del mundo, había muerto el primero. Sin embargo las imágenes no parecían tan trágicas: Dony aparecía en primer plano sobándose, por primera vez, la panza.