Existe en el hecho de dar, en la entrega desinteresada, un pequeño suicidio del alma negra; cada vez que se extingue en la carne el deseo de matar a alguien, ese depredador que nos define como especie violenta da un paso adelante en la evolución y en la bondad y es justo en ese triste momento cuando la vida pierde el saladito sabor de la tragedia y se convierte en un anodino pasar de los días.
—Blixa Von Volta.
Los zapatos le tallaban bastante (llevaba un año sin usarlos) y el cuello apretado de la camisa que olía a guardarropa hacía que cada trago sonara como un cartílago saliendo con violencia de un hueso. Había metido sin querer dos veces la corbata en el vaso de whisky y cuando agarró desprevenido un canapé fabricado de algún pez crudo ensalsado con sus propios huevos, manchó para siempre de amarillo el pantalón elegante. No podía mirar hacia abajo porque se le detenía la circulación y ya nunca podría quitarse la chaqueta de su primo porque bajo sus axilas anidaban dos océanos de sudor rancio.
Lo único que lo sostenía de pie era el alcohol y una sonrisa; lo único que lo hacía flotar despreocupado como un cerdo en un aceite que apenas empieza a calentarse, lo único que lo hacia levitar con coraje sobre las miradas humillantes, desdeñosas, defenestradoras y superflúas de los otros invitados era la sonrisa de ella, la sonrisa de ella cuando abriera su regalo, su regalo hecho por él mismo: con estas manos, con estas uñas irregulares y mugrosas.
A las once y veinticuatro agarró su regalo de primero porque era el más sospechosamente pobre y efectivamente sonrió al retirar las cintas y el papel barato, sonrió con gozo como una diosa que reconoce por primera vez el ardor sexual de la carne desgarrada, de la carne despedazada con estas manos, con estas uñas irregulares y mugrosas.