La reina muda, prisionera de su agonía, lenguas y gargantas coleccionaba para ver si de este modo el silencio podía romper.
Su aullido ahogado resonaba entre las paredes al atravesar la noche fría y moribunda buscando nuevos cuellos que cortar. Nadie osaba dejar escapar un minúsculo ruido, ni las ramas de los árboles se atrevían a crujir.
A su paso, calmo y ensombrecido, la vida se tornaba pálida e inerte.
200 cráneos, 60 pares de pulmones, un millón de cuerdas vocales y 700 lenguas apiladas en un armario iluminado con sangre. De todas sus hermosas piezas de colección ninguna había logrado siquiera emitir un sonido. Decían que era porque también estaba sorda y que su alma era tan gris que nunca, ni un murmullo, se hubiera atrevido a habitarla.
Callada y agotada engulló uno a uno los cuerpos mutilados. Si no podía hablar, al menos podía sentir que algo dentro de ella gritaba de sufrimiento. Al abrir la boca para masticar, los lamentos de cada una de sus víctimas atravesaron sus fauces. La reina muda clamaba sollozos de amargura, socorro y dolor. Todo se inundó de cólera y desde esa noche nadie más volvió a hablar.
Poseída por los sonidos de la muerte, caminaba entre la gente por primera vez orgullosa de su canto. Todos la miraban, le temían y la envidiaban, pues ahora ella era la dueña de todas las palabras. Nunca más nadie pudo volver a gemir ni siquiera para rogar piedad.