Éstas son las últimas cosas –escribía ella–. Desaparecen una a una y no vuelven nunca más. Puedo hablarte de las que yo he visto, de las que ya no existen; pero dudo que haya tiempo para ello. Ahora todo ocurre tan rápidamente que no puedo seguir su ritmo.
—Paul Auster, El país de las últimas cosas
La orden fue disparar. Enfocar a los cuatro vientos hasta verlos sangrar. Perforar cualquier insolente esquina y traspasar la cien de toda pared donde pudiera verse una opinión. Le estrategia fue la misma: tomar el mayor número de personas y torturarlos en nombre de la patria y las instituciones, en nombre de todos los hijos de la chingada que salen en las fotos del senado, toda esa bola de parásitos que asesinan de golpe a un país con aumentos sobre aumentos. La razón fue la de siempre: secuestrar el alto vuelo y bombardear cualquier alianza.
La segunda orden fue hacer que nadie dudara, que nadie pensara ni por un instante que al entrar en una patrulla saldría vivo de ella, que el mundo entero fuera testigo de la violencia cotidiana, del hambre eterna. Fue así que la historia dio un giro y la valentía tomó un precio muy alto, tanto, que hasta la mediocridad y la barbarie salían muy caras.
Así fue durante muchas décadas hasta que no quedó nada que callar, ni nadie a quién perseguir. El bando izquierdo se hizo más derecho y los asesinos de siempre actuaron como su naturaleza les dictó. Crearon bandos tan absurdos como siempre y dispararon por última vez en los pechos ajenos.