Detente en la casa verde, frente al muro de tezontle que dice «cuidado con el perro”», justo enfrente se encuentra una casa amarilla, cercada por arbustos y sepultada entre botellas de plástico. Parece sola, pero hay una vieja viviendo en ese lugar. Ve preferiblemente a las nueve, cuando la vieja está despertando, cámbiale los pañales, háblale un poco. Enciende la radio y escucha el noticiero con ella, sonríe.
La espuma se formaba geométrica por encima de la olla de lentejas, al mover la cuchara entre el caldo explotaban diminutas burbujas que despedían un olor ácido, el color café de las lentejas cocidas se había tornado verduzco, sin embargo no sabía tan mal al gusto, era claro que no se podía desayunar. Las moscas volaban sobre las baldosas rotas, atacaban de vez en cuando el lagrimal de la viejecita. Al fondo de la casa un perro ladrando desde un árbol de ciruelas.
—Grimal, déjame aquí, no gastes tu tiempo.
—Doña Merceditas no tenga pena, déjese cambiar, lleva rato así, no ponga resistencia. Al rato nos grita su hijo, y yo no quiero eso, déjese, ándele doña Merceditas ¿No querrá que le traiga al perro, verdad? Ándele, así me gusta doña Mercedes, ahora va empezar la friega, no brinque, el agua está un poco helada, no brinque.
La mirada benévola del cristo de la misericordia en el calendario sirvió de consuelo.